Para ver el mundo en un grano de arena,
y el cielo en una flor silvestre,
abarca el infinito en la palma de tu mano y la eternidad en una hora.
En mi jardín secreto encontré un lodazal. Quieta ante él me preguntaba como en un lugar tan perfecto tenía cabida aquella charca tenebrosa. Y así estupefacta, contemplando aquellas aguas turbias, mis ojos vislumbraron entre el lodo algo claro y luminoso. ¿Que era aquello que a través del barro tenía la osadía de presentarse impoluto? Quise meter la mano para asirlo pero la sola idea de introducirla en aquel cieno y la incertidumbre de lo que podía encontrar me paralizó. Entonces, como si de un pensamiento se tratase, me di cuenta que hasta que no enfrentara mis más profundos temores, no podría ser libre. Libre para encontrar lo que siempre había buscado. Haciendo acopio de recursos desconocidos mi mano se metió en el fango palpando de inmediato algo sólido pero suave. Tire de ello y frente a mi se presento una sublime e inmaculada flor. Mientras admiraba atónita aquella belleza el contenido de la laguna se iba posando y sobre su superficie, de ahora cristalinas aguas, emergían decenas de aquellas prodigiosas flores.
Cuantas veces en mi vida si hubiera tenido el valor para dar el primer paso, mi realidad se hubiese transformado de un lodazal a una hermosa Laguna de Lotos. Un pensamiento lanzado al aire basta para darte el momento de lucidez suficiente que haga despertar aquello que siempre estuvo tan cerca que no necesitabas ir a ningún sitio para encontrarlo. Una reflexión que, en forma de mágica flor, llega regalándote la claridad que se necesita para romper aquellos límites que nosotros mismos creamos. Esos que nos paralizan y cercenan, reduciendo nuestro mundo a una miserable parte de nuestra capacidad. Soy yo quien los establece, es a mi quien pertenecen, y mío el privilegio de su demolición. L.F.
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